Pilar Adón, Las iras. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2025.
Como Dirae o Furiae, las iras o las furias, eran conocidas en Roma las diosas de la venganza, denominadas Erinias o Euménides en Grecia. Son diosas ctónicas, vinculadas a la tierra (véase Las iras, p. 52), y aparecen ligadas a historias donde la violencia tiene un papel central. Por eso es lógico que proporcionen sustrato y título a este libro de relatos de Pilar Adón, un “ciclo de cuentos” (categoría narratológica que Carmen Pujante ha aplicado a los de Adón con acierto) que amplía su mundo narrativo, al tiempo que deja ver su nutrido universo de referencias, ecos y homenajes culturales y literarios, una de sus marcas autoriales. Por ejemplo, el cuento “El sacrificio” reelabora el mito de Acteón, que sufriese la ira de Artemisa por verla desnuda mientras la diosa se bañaba; como represalia, Artemisa convierte a Acteón en ciervo y envía luego una manada de perros para que lo devoren; de la misma forma, la amiga de Adita la sacrifica al “perro” del despeñamiento para vengar la muerte de su madre. O, en el relato “Tyto alba” (nombre científico de la lechuza común), Adón reescribe el mito de las Lamias, representadas a veces como mitad mujer y mitad serpiente, mujeres que sufren la ira de otra mujer por su capacidad sexual.
Hay una constante que se repite en varias obras de la narradora madrileña: la tensión entre personajes femeninos que huyen de una realidad insatisfactoria y por circunstancias diversas acaban recluidas en un espacio, casi siempre rural o apartado, aún más asfixiante o claustrofóbico que el hogar que han abandonado. Laberintos de un solo pasillo, sus espacios ficcionales parecen estar vivos, como un reflejo retorcido de la psicología posvictoriana de los personajes: “Es muy importante el entorno en que crecemos” (p. 45), dice una directora de internado, señalando una especie de fatalismo del lugar, que puede aplicarse a varias piezas del libro.
“En el páramo” da una idea de la complejidad constructiva de Adón en un cuento de apenas una página. Este relato toma al personaje de Bertha Mason (Bertha Antoinetta Rochester, después de casada) de la novela Jane Eyre (1847), de Charlotte Brönte, y la refunde con la Antoinette Cosway creada por Jean Rhys para El mar de los sargazos (1966), escrita como precuela de Jane Eyre desarrollando la parte ambientada por Brönte en Jamaica. Es decir, la de Adón es la tercera capa referencial creada a partir de la inolvidable “loca del desván” creada por la narradora inglesa.
Además de las referencias literarias y mitológicas, las bíblicas son constantes en Las iras, quizá porque la furia veterotestamentaria permite una lectura, más simbólica que trascendente, del mundo soterrado donde estas niñas terribles y estas mujeres vengativas desarrollan sus tramas. Da la impresión de que estas reescrituras míticas se ponen por Adón al servicio de una mostración crítica de la secular identificación histórico-cultural de la mujer con el mal y la venganza. Aunque la violencia sigue, ahora está libre de la mirada masculina, y se reescribe como ficción y no como fatum inesquivable: estas iras y venganzas parecen ligadas a la falta de afecto, más que a cualquier otra motivación, un desamor estructural que acucia la llegada de las sombras. Como ha dicho con acierto Adón en alguna entrevista, “los terrores ancestrales no han cambiado”, y su narrativa es una muestra de esa pervivencia simbólica en nuestros días.
Yolanda González, Fusión. Seis ficciones salvajes. Madrid: De Conatus, 2025.
En su momento fue para mí una notable sorpresa la lectura de Punto Cero (Carpe Noctem, 2017), de cuya existencia me advirtió ese excelente lector que es Jesús Aguado, novela sobre la que he escrito en un par de ocasiones (aquí y aquí). He seguido leyendo desde entonces a Yolanda González, aunque en sus libros posteriores cierto sobrepeso de la lección pedagógico-ideológica lastraba, a mi juicio, su narrativa, especialmente en Oceánida (2021). Sin embargo, en Fusión. Seis ficciones salvajes, publicada por la siempre interesante editorial De Conatus –uno de los escasos refugios de la narrativa de riesgo–, es detectable mayor equilibrio en la mayoría de los relatos entre la tensión expresiva y la denuncia climática (salvo quizá el primer relato, “Sangre, latido”, que pese a la imaginación desbordante de la autora termina siendo un ortodoxo manifiesto ecologista disfrazado de distopía).
El volumen remonta con los demás relatos, especialmente con el excelente “Seda salvaje”, que tras un comienzo titubeante en lo estilístico adquiere luego solidez, para trenzar con aplomo casos históricos de extractivismo biológico y de explotación de pueblos indígenas, por ejemplo los “zoos humanos” en metrópolis supuestamente civilizadas, un tema que puede encontrarse también en novelas recientes de Roque Larraquy (La telepatía nacional, 2020) y Juan Cárdenas (Peregrino transparente, 2023). Ese recurso de contar dos historias a la vez, una macro y otra micro, se aprecia también en “Albopictus imperial”, que entrevera una trama familiar con la peripecia global de los mosquitos tigre –temática que trae a la memoria la apocalíptica novela de Michel Nieva La infancia del mundo (2023)–; en el relato de González la disparidad de opiniones de la pareja protagonista evita la admonición panfletaria, en aras de una exposición contrastada de pareceres. En varios de los relatos hay una crítica a la globalización como aceleradora de los problemas climáticos, con no pocos argumentos científicos deslizados hábilmente en las conversaciones de los personajes, pero, salvo en el primer relato, esa postura supone un enriquecimiento intelectual para el libro, y no un gravamen: simplemente, muestra que González está preocupada por su tiempo y por su espacio, algo que parece lógico en una narrativa que toma al presente y al inmediato futuro como campo de operaciones.
Una de las mayores virtudes de González es su capacidad asombrosa para crear mundos, apoyada en una prosa rica y sólida, incluso barroca en ocasiones, de notable plasticidad, que nos permite columbrar todas las dimensiones sensoriales del espacio-tiempo recreado y facilita la inmersión en las diferentes historias. La visualidad de su escritura casa bien con los argumentos, que nunca son planos y admiten varias capas de complejidad, planteándose desafíos de los que sale la autora más que airosa. Por todo ello, estas seis ficciones salvajes hacen honor a su título, y nos dejan un regusto lector tan inquietante como agradecible.
[Relación con autoras editoriales: con Yolanda González y De Conatus, ninguna; con Pilar Adón tengo buena relación -presenté este libro el mes pasado en la librería Rayuela- y compartimos editorial.]